miércoles, 20 de diciembre de 2017

Por la acera (Viaje en la Villavesa - 2)

Bajé en la primera parada.
En Pamplona, a esas horas de la tarde, empezaba a burbujear la animación. Declinaba el sol. La luz alcanzaba el estado vespertino, cálido, en el que ya se hacía sentir amigable y maternal. No eran los rayos castigadores, brutalmente machacantes de un mediodía de verano.
Mis primeros pasos no me habían alejado del bordillo de la acera. Escuché el arranque del autobús del que acababa de descender. En el instante en que me adelantaba, justo entonces, una mano asomó y lanzó por la ventanilla un periódico doblado. Parecía dirigido a mi rostro. Menos mal que, en su vuelo descontrolado, rozó ligeramente las hojas de un arbolillo de la acera y vino a impactar en el pecho antes de aterrizar a mis pies.

Tuve que dar un salto para no pisarlo. Me agaché. No soy capaz de explicar qué me impulsó a recogerlo y mirarlo. Era el periódico del día. La primera página me resultó familiar. Había repasado los titulares por la mañana. Divisé una papelera cercana y, conforme me acercaba a depositarlo en su interior lo iba doblando. Fue así que al darle la vuelta capté el contenido de la última página. Me sacudió un ramalazo de pánico. Toda la página, toda la superficie, completa, la ocupaba la imagen de una villavesa que se alejaba del fotógrafo. Era idéntica a la que yo acababa de abandonar. Se advertía perfectamente el número de línea… Era el mío. En la imagen del periódico la cristalera posterior, la única visible, se mostraba totalmente cubierta por una persiana oscura. No encontré pie de foto. No había texto alguno. Solo la fotografía.
¿Por qué razón me eché a temblar? Pensé en eliminar cualquier fantasma de mi mente recalentada. Había advertido que en la imagen del periódico se leía, muy nítida, la matrícula del vehículo. La memoricé y alcé la vista. Todavía mi villavesa permanecía cercana. Un semáforo había cambiado a rojo y el vehículo estaba detenido detrás de otros tres o cuatro. A aquella distancia hube de aguzar la vista, pero pronto, en un par de segundos, lo pude confirmar: era la misma matrícula. Era mi autobús. Cerré los ojos e intenté respirar. Lo hice muy hondo y dejé pasar unos segundos… Volví a abrirlos para cerciorarme de no estar equivocado. Pero justo un instante antes percibí una coral de ruidos, de pequeños estruendos, unos cercanos y otros más lejanos.
Con los ojos abiertos, de pronto, fui consciente del cambio: delante de mí, las bajeras, las tiendas que hacía solo un instante rebosaban de actividad, escenarios del trasiego de visitantes, curiosos, compradores… ¡Estaban todas cerradas! ¡Las persianas echadas!
No era solo eso. La calle, de repente, se había vaciado. No había nadie. Ni un alma. En todo lo que mi vista alcanzaba no vislumbré más movimiento que las palomas urbanas, que revoloteaban o picoteaban aquí y allá.
Y tampoco fue eso todo. En la calzada y en las calles adyacentes, habían desaparecido los coches. No veía ni uno, ni en marcha ni aparcados... ¡Nada!
Tiré el periódico.
Solitaria, única, la villavesa estaba detenida todavía en el semáforo. A través del ventanal trasero, menos mal, advertí siluetas de viajeros sentados. Eché a correr, probé a alcanzarla.
¡Mala suerte! El semáforo, en ese instante, cambió al verde. El autobús arrancó justo cuando estaba a punto de alcanzarlo.
¡Grité!
En el ventanal trasero dos pasajeros se volvieron a mirarme. Parecían sorprendidos de verme correr y gritar. Me puse a hacer aspavientos. En aquel momento, cuando más esperaba una respuesta, un frenazo, un mínimo auxilio, llegó el susto definitivo. Un violento fragor acompañó la caída de una persiana opaca, muy oscura, idéntica a la del periódico. Cerró la cristalera por completo.
Me derrumbé, de rodillas, vencido, derrotado, gimiente. El autobús siguió su camino. Se alejó hasta desaparecer tras la esquina de un edificio, en una curva.
Me eché a llorar allí mismo, tirado en el suelo.
–¿Le ocurre algo? –escuché a mi lado. Una mujer, caritativa, me miraba preocupada. Alrededor se habían detenido algunos paseantes.
Me incorporé. Sacudí el polvo de mis rodillas. El entorno urbano, las tiendas, los coches, las gentes, todo parecía normal, como cualquier día.
–Disculpe. No, no me sucede nada.

Terminé de ponerme en pie y recuperé la compostura. Retrocedí sobre mis pasos. 
Pasé de nuevo junto a la papelera. Asomaba en la rendija, doblado, el periódico que acababa de tirar. Me dio un tembleque. Decidí apartar la vista y continuar andando.

2 comentarios:

Lorenzo dijo...

Supongo que tendrá continuación. Si no, habrá que imaginarla o conformarse con este final.

Javier Rey Bacaicoa dijo...

Queda la tercera entrega. ¡Paciencia!

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