Era una hora tranquila de la tarde, pero tardó mucho tiempo en llegar. No pregunten por qué. La villavesa es para mí siempre una sorpresa.
Aguardaba solo en la parada. El conductor frenó y
abrió la puerta. Subí, pasé la tarjeta y todo funcionó como habitualmente. Así
que no sé qué pudo provocar el pálpito que recorrió mis venas.
Dentro,
lo recuerdo, había unas diez personas. Una mujer con una silleta, dos ancianos
ocupando los asientos del centro, una chica muy joven, una pareja, dos hombres
solos… Nada extraño. Sin embargo el pálpito persistía. Me notaba muy raro.
Se
cerraron las puertas y antes de que arrancáramos recorrí el pasillo casi hasta
el fondo. Me senté solo, en uno de esos cuatro asientos que se enfrentan entre
sí. Elegí los que miran hacia delante. Desde allí contemplaba el espacio
interior y veía por los cristales la luz de primavera, las nubes, los
edificios, los árboles del parque cuyas ramas, a veces, casi rozaban en la
ventanilla…
Traté
de evadirme de mis sensaciones, de dejar que las diluyera la presencia del
paisaje, mas no hubo manera.
Supongo
que todo empezó cuando aquella paloma golpeó la ventana en su vuelo. Además del
susto dejó una manchita de color gris perla. Justo en ese punto el cristal
empezó a ennegrecerse.
La
mancha se extendió, se contagió cual si de una onda expansiva se tratara, de
cristal en cristal. Todos se iban oscureciendo, empañando, enturbiando… Saltaba
aquella mugre más allá de los marcos y se propagaba con rapidez de un ventanal
al siguiente.
Asustado,
sorprendido, se me encogía el corazón al comprobarlo. Más todavía cuando vi que
la luna delantera, la del chófer, también se deslucía y espesaba. Pensé que los
demás, sobre todo el conductor,
reaccionarían. Era lógico, era lo esperable, pero nadie lo hizo. No advertí
comentarios ni gestos intranquilos. ¡Nada!
Llegó
mi nerviosismo a tal estado que solo se me ocurrió estirar el brazo y pulsar el
botón de próxima parada.
¡Nunca
desearé, a ningún ser humano, semejante espanto! Mi propia iniciativa pareció
desatar la reacción. En un instante, con increíble estruendo, cayeron
–retumbantes– todas a un tiempo, un conjunto de oscuras persianas que cortaron hasta
el menor resquicio de luz en los cristales. Por los lados, por detrás… y también
en el cristal del conductor, totalmente obstruido por aquella reja sólida,
opaca, impenetrable. La villavesa –parecía imposible– continuaba su marcha…
¿ciega? Se advertían a la perfección los movimientos, los roces de las ruedas,
las sensaciones de la velocidad y del avance por la calzada.
Me
puse a temblar con frenesí, descontrolado. ¿Y los demás?
La
única reacción que advertí fue la del chófer. Se levantó, increíblemente calmoso,
buscó en el salpicadero, entre sus cosas personales. Un segundo después se enderezó
y se giró hacia atrás, abrió el portillón que separa el volante de los viajeros
y salió caminando con parsimonia para buscar, al parecer, un asiento más
cómodo. En la mano llevaba doblado el periódico del día. Se sentó, se reclinó y
se puso a leer tranquilamente.
Aquello
fue la última espoleta. Me notaba tiritar cual azogado. Resultaba imposible
controlarme. Salté del asiento y me lancé hacia la puerta cercana. Tropecé de
camino y casi caí, descabalado y roto. Empecé a aporrear sin miramientos las
hojas herméticamente cerradas. No pregunten qué es lo que buscaba. Es verdad, más
allá se interponían las tétricas persianas.
Sucedió
lo esperable: nada conseguí. Así que cerré los ojos y me desahogué, como un
loco, gritando desaforadamente, sin medida.
Cuando
volví a abrir los párpados examiné el entorno. La villavesa continuaba su
marcha, su traqueteo. Los viajeros, con caras asustadas, parecían estar
pendientes de mi presencia. El rostro del conductor, de nuevo sentado al
volante, vigilaba mis reacciones a través del espejo.
La fuente de la plaza Merindades, en aquel momento, exhibía frente a mí su brillante
pared de agua, más allá de la luna delantera.
Puedo
jurarlo: en el borde del asiento, ahora vacío, donde había visto sentarse al
conductor, sobresalía cerrado y doblado aquel periódico.