jueves, 21 de diciembre de 2017

Viaje en la Villavesa - 1

            

            Era una hora tranquila de la tarde, pero tardó mucho tiempo en llegar. No pregunten por qué. La villavesa es para mí siempre una sorpresa.

Aguardaba solo en la parada. El conductor frenó y abrió la puerta. Subí, pasé la tarjeta y todo funcionó como habitualmente. Así que no sé qué pudo provocar el pálpito que recorrió mis venas.
Dentro, lo recuerdo, había unas diez personas. Una mujer con una silleta, dos ancianos ocupando los asientos del centro, una chica muy joven, una pareja, dos hombres solos… Nada extraño. Sin embargo el pálpito persistía. Me notaba muy raro.
Se cerraron las puertas y antes de que arrancáramos recorrí el pasillo casi hasta el fondo. Me senté solo, en uno de esos cuatro asientos que se enfrentan entre sí. Elegí los que miran hacia delante. Desde allí contemplaba el espacio interior y veía por los cristales la luz de primavera, las nubes, los edificios, los árboles del parque cuyas ramas, a veces, casi rozaban en la ventanilla…
Traté de evadirme de mis sensaciones, de dejar que las diluyera la presencia del paisaje, mas no hubo manera.
Supongo que todo empezó cuando aquella paloma golpeó la ventana en su vuelo. Además del susto dejó una manchita de color gris perla. Justo en ese punto el cristal empezó a ennegrecerse.
La mancha se extendió, se contagió cual si de una onda expansiva se tratara, de cristal en cristal. Todos se iban oscureciendo, empañando, enturbiando… Saltaba aquella mugre más allá de los marcos y se propagaba con rapidez de un ventanal al siguiente.
Asustado, sorprendido, se me encogía el corazón al comprobarlo. Más todavía cuando vi que la luna delantera, la del chófer, también se deslucía y espesaba. Pensé que los demás,  sobre todo el conductor, reaccionarían. Era lógico, era lo esperable, pero nadie lo hizo. No advertí comentarios ni gestos intranquilos. ¡Nada!
Llegó mi nerviosismo a tal estado que solo se me ocurrió estirar el brazo y pulsar el botón de próxima parada.
¡Nunca desearé, a ningún ser humano, semejante espanto! Mi propia iniciativa pareció desatar la reacción. En un instante, con increíble estruendo, cayeron –retumbantes– todas a un tiempo, un conjunto de oscuras persianas que cortaron hasta el menor resquicio de luz en los cristales. Por los lados, por detrás… y también en el cristal del conductor, totalmente obstruido por aquella reja sólida, opaca, impenetrable. La villavesa –parecía imposible– continuaba su marcha… ¿ciega? Se advertían a la perfección los movimientos, los roces de las ruedas, las sensaciones de la velocidad y del avance por la calzada.
Me puse a temblar con frenesí, descontrolado. ¿Y los demás?
La única reacción que advertí fue la del chófer. Se levantó, increíblemente calmoso, buscó en el salpicadero, entre sus cosas personales. Un segundo después se enderezó y se giró hacia atrás, abrió el portillón que separa el volante de los viajeros y salió caminando con parsimonia para buscar, al parecer, un asiento más cómodo. En la mano llevaba doblado el periódico del día. Se sentó, se reclinó y se puso a leer tranquilamente.
Aquello fue la última espoleta. Me notaba tiritar cual azogado. Resultaba imposible controlarme. Salté del asiento y me lancé hacia la puerta cercana. Tropecé de camino y casi caí, descabalado y roto. Empecé a aporrear sin miramientos las hojas herméticamente cerradas. No pregunten qué es lo que buscaba. Es verdad, más allá se interponían las tétricas persianas.
Sucedió lo esperable: nada conseguí. Así que cerré los ojos y me desahogué, como un loco, gritando desaforadamente, sin medida.
Cuando volví a abrir los párpados examiné el entorno. La villavesa continuaba su marcha, su traqueteo. Los viajeros, con caras asustadas, parecían estar pendientes de mi presencia. El rostro del conductor, de nuevo sentado al volante, vigilaba mis reacciones a través del espejo.
La fuente de la plaza Merindades, en aquel momento, exhibía frente a mí su brillante pared de agua, más allá de la luna delantera.

Puedo jurarlo: en el borde del asiento, ahora vacío, donde había visto sentarse al conductor, sobresalía cerrado y doblado aquel periódico.

miércoles, 20 de diciembre de 2017

Por la acera (Viaje en la Villavesa - 2)

Bajé en la primera parada.
En Pamplona, a esas horas de la tarde, empezaba a burbujear la animación. Declinaba el sol. La luz alcanzaba el estado vespertino, cálido, en el que ya se hacía sentir amigable y maternal. No eran los rayos castigadores, brutalmente machacantes de un mediodía de verano.
Mis primeros pasos no me habían alejado del bordillo de la acera. Escuché el arranque del autobús del que acababa de descender. En el instante en que me adelantaba, justo entonces, una mano asomó y lanzó por la ventanilla un periódico doblado. Parecía dirigido a mi rostro. Menos mal que, en su vuelo descontrolado, rozó ligeramente las hojas de un arbolillo de la acera y vino a impactar en el pecho antes de aterrizar a mis pies.

Tuve que dar un salto para no pisarlo. Me agaché. No soy capaz de explicar qué me impulsó a recogerlo y mirarlo. Era el periódico del día. La primera página me resultó familiar. Había repasado los titulares por la mañana. Divisé una papelera cercana y, conforme me acercaba a depositarlo en su interior lo iba doblando. Fue así que al darle la vuelta capté el contenido de la última página. Me sacudió un ramalazo de pánico. Toda la página, toda la superficie, completa, la ocupaba la imagen de una villavesa que se alejaba del fotógrafo. Era idéntica a la que yo acababa de abandonar. Se advertía perfectamente el número de línea… Era el mío. En la imagen del periódico la cristalera posterior, la única visible, se mostraba totalmente cubierta por una persiana oscura. No encontré pie de foto. No había texto alguno. Solo la fotografía.
¿Por qué razón me eché a temblar? Pensé en eliminar cualquier fantasma de mi mente recalentada. Había advertido que en la imagen del periódico se leía, muy nítida, la matrícula del vehículo. La memoricé y alcé la vista. Todavía mi villavesa permanecía cercana. Un semáforo había cambiado a rojo y el vehículo estaba detenido detrás de otros tres o cuatro. A aquella distancia hube de aguzar la vista, pero pronto, en un par de segundos, lo pude confirmar: era la misma matrícula. Era mi autobús. Cerré los ojos e intenté respirar. Lo hice muy hondo y dejé pasar unos segundos… Volví a abrirlos para cerciorarme de no estar equivocado. Pero justo un instante antes percibí una coral de ruidos, de pequeños estruendos, unos cercanos y otros más lejanos.
Con los ojos abiertos, de pronto, fui consciente del cambio: delante de mí, las bajeras, las tiendas que hacía solo un instante rebosaban de actividad, escenarios del trasiego de visitantes, curiosos, compradores… ¡Estaban todas cerradas! ¡Las persianas echadas!
No era solo eso. La calle, de repente, se había vaciado. No había nadie. Ni un alma. En todo lo que mi vista alcanzaba no vislumbré más movimiento que las palomas urbanas, que revoloteaban o picoteaban aquí y allá.
Y tampoco fue eso todo. En la calzada y en las calles adyacentes, habían desaparecido los coches. No veía ni uno, ni en marcha ni aparcados... ¡Nada!
Tiré el periódico.
Solitaria, única, la villavesa estaba detenida todavía en el semáforo. A través del ventanal trasero, menos mal, advertí siluetas de viajeros sentados. Eché a correr, probé a alcanzarla.
¡Mala suerte! El semáforo, en ese instante, cambió al verde. El autobús arrancó justo cuando estaba a punto de alcanzarlo.
¡Grité!
En el ventanal trasero dos pasajeros se volvieron a mirarme. Parecían sorprendidos de verme correr y gritar. Me puse a hacer aspavientos. En aquel momento, cuando más esperaba una respuesta, un frenazo, un mínimo auxilio, llegó el susto definitivo. Un violento fragor acompañó la caída de una persiana opaca, muy oscura, idéntica a la del periódico. Cerró la cristalera por completo.
Me derrumbé, de rodillas, vencido, derrotado, gimiente. El autobús siguió su camino. Se alejó hasta desaparecer tras la esquina de un edificio, en una curva.
Me eché a llorar allí mismo, tirado en el suelo.
–¿Le ocurre algo? –escuché a mi lado. Una mujer, caritativa, me miraba preocupada. Alrededor se habían detenido algunos paseantes.
Me incorporé. Sacudí el polvo de mis rodillas. El entorno urbano, las tiendas, los coches, las gentes, todo parecía normal, como cualquier día.
–Disculpe. No, no me sucede nada.

Terminé de ponerme en pie y recuperé la compostura. Retrocedí sobre mis pasos. 
Pasé de nuevo junto a la papelera. Asomaba en la rendija, doblado, el periódico que acababa de tirar. Me dio un tembleque. Decidí apartar la vista y continuar andando.

martes, 19 de diciembre de 2017

VIAJE EN LA VILLAVESA (... y 3)



¿Sois conscientes? ¿De verdad? ¿Lo sois?
¡Aplicar un interruptor al dios Sol! ¡Dominar a la Luz de las luces, al Dios de los dioses…
¡Daos cuenta! ¡Todos los días! ¡A cualquier hora!
El inventor de la corriente eléctrica debió sentirse un rey cuando logró cortarla con un interruptor. ¡Un simple interruptor! Pero no hay comparación posible. Es al dios Sol a quien dominamos con las persianas.
Dediqué mi adolescencia y mi juventud, todo mi tiempo, a perfeccionar su diseño, a idear las mejores láminas, a buscar diferentes caminos para negar el paso a ese presuntuoso Dios entre los dioses. Apliqué motores y automatismos al invento. Inventé sensores y dispositivos que reflejaban, cortaban, difuminaban, confundían y controlaban la acción de la luz primigenia.
¡Cuántas horas robadas al sueño! ¡Cuántos sinsabores!
Nada es gratuito… Pero hoy, ahora y aquí, soy el amo. Me siento, con razón, por encima de Dios. Soy dios de las persianas. ¡Lo he logrado!

Por supuesto, toda divinidad es vengativa por naturaleza. Mi Dios no me absolvió. Desde hace tiempo intenta tomarse la revancha. No olvidó mis hazañas ni mi superioridad. Nunca perdonó que hubiera mejorado el interruptor que corta su Luz a voluntad del hombre.
Estudié, me esforcé, me abrí camino en esta vida tan dura que un día se nos impuso a los seres humanos: de Sol a Sol, todos, cada uno de los días de nuestra existencia.
Así, con afán resentido, actuó sin compasión sobre mi mente. Intentó reírse de mi presencia en este mundo. Tengo que controlar todos los días sus movimientos, pero Él también me vigila. El odio es mutuo. Solo al llegar la noche oscura descanso de sus asechanzas. A lo largo del día he de sortear sus arteras trampas, esas sibilinas encerronas que planifica metódicamente en la placidez de la noche, mientras descansa escondido. Debo reconocer que a veces logra nublar mi entendimiento, mi vista y mi esperanza…
Menos mal que en los últimos tiempos se me han sumado, poco a poco, algunos aliados. Empieza a ser doblegado incluso por la economía y la política. ¿Qué decir de la sabia decisión del gobierno de este país? Al fin empezó a imponerle las tasas que su existencia, desde siempre, debió rendir al bienestar y a la presencia humana. 
Quizás debido a esa provocación anda más soliviantado estos últimos días. Me aguarda agazapado. Se atrinchera antes de mi aparición y disimula hasta que advierte mi presencia. Su imaginación es tan colosal como su maldad. Hoy, por poner el caso, me atacó varias veces en el trayecto que todas las tardes he de recorrer entre el hogar y el trabajo. Establecí, adrede, horario nocturno en la consulta que abrí hace tiempo, con intención de evitar encontronazos. Hoy, sin embargo, bastó que adelantara mi desplazamiento para que el Sol convirtiera el viaje en un infierno.
Me halló desprevenido, primero, cuando monté en la villavesa. Utilizó mis propios inventos para regalarme un susto de muerte. ¡El muy canalla! Hizo bajar de golpe las persianas en las ventanas de todo el autobús. Incluso la del chófer ¡En plena marcha!
Menos mal. Salí con bien, entero, de tan ladina trampa, gracias a que me apeé del vehículo antes de que sobreviniera una desgracia.
Ya en la acera siguió acosando mis pasos. Lanzó a mi rostro un periódico que evocaba su anterior hazaña. Acto seguido cerró a la vez, de un papirotazo, todas las persianas de la ciudad. Se refugiaron como pudieron, asustados, los ciudadanos y todos sus vehículos. Solo regresaron a la calle al remitir los ruidos, cuando vieron declinar la excelsa batalla que libré con el Sol.
¡Menos mal! ¡Todo llega a su fin! Ya he alcanzado la puerta de mi clínica.
Mientras saco la llave miro al cielo y proclamo a los cuatro vientos mi desprecio:
–¡Un día más, mal bicho! ¡Hoy tampoco lograste la victoria! ¡Ahí fuera te quedas!
Antes de penetrar en el despacho saco el pañuelo y abrillanto la placa de bronce que anuncia mi consulta: 
DR. MITILENE – PSIQUIATRA 
TRATAMIENTO EFICAZ DE AGORAFOBIAS Y CLAUSTROFOBIAS


Bajo después, con íntimo deleite, la persiana. Al fin puedo sentarme, tranquilo y satisfecho, a leer el periódico.

ELIGE EL TEMA