Bajé en la primera parada.
En Pamplona, a esas horas de la
tarde, empezaba a burbujear la animación. Declinaba el sol. La luz alcanzaba
el estado vespertino, cálido, en el que ya se hacía sentir amigable y
maternal. No eran los rayos castigadores, brutalmente machacantes de un
mediodía de verano.
Mis primeros pasos no me habían alejado del bordillo de la acera. Escuché el arranque del autobús del que acababa de
descender. En el instante en que me adelantaba, justo entonces, una mano asomó
y lanzó por la ventanilla un periódico doblado. Parecía dirigido a mi
rostro. Menos mal que, en su vuelo descontrolado, rozó ligeramente las hojas de
un arbolillo de la acera y vino a impactar en el pecho antes de aterrizar a mis
pies.
Tuve que dar un salto para no
pisarlo. Me agaché. No soy capaz de explicar qué me impulsó a recogerlo y
mirarlo. Era el periódico del día. La primera página me resultó familiar. Había
repasado los titulares por la mañana. Divisé una papelera cercana y, conforme
me acercaba a depositarlo en su interior lo iba doblando. Fue así que al darle
la vuelta capté el contenido de la última página. Me sacudió un ramalazo de
pánico. Toda la página, toda la superficie, completa, la ocupaba la imagen de
una villavesa que se alejaba del fotógrafo. Era idéntica a la que yo acababa de
abandonar. Se advertía perfectamente el número de línea… Era el mío. En la
imagen del periódico la cristalera posterior, la única visible, se mostraba totalmente
cubierta por una persiana oscura. No encontré pie de foto. No había texto
alguno. Solo la fotografía.
¿Por qué razón me eché a temblar? Pensé
en eliminar cualquier fantasma de mi mente recalentada. Había advertido que en
la imagen del periódico se leía, muy nítida, la matrícula del vehículo. La
memoricé y alcé la vista. Todavía mi villavesa permanecía cercana. Un semáforo
había cambiado a rojo y el vehículo estaba detenido detrás de otros tres o
cuatro. A aquella distancia hube de aguzar la vista, pero pronto, en un par de
segundos, lo pude confirmar: era la misma matrícula. Era mi autobús. Cerré los
ojos e intenté respirar. Lo hice muy hondo y dejé pasar unos segundos… Volví a
abrirlos para cerciorarme de no estar equivocado. Pero justo un instante antes
percibí una coral de ruidos, de pequeños estruendos, unos cercanos y otros más
lejanos.
Con los ojos abiertos, de pronto,
fui consciente del cambio: delante de mí, las bajeras, las tiendas que hacía
solo un instante rebosaban de actividad, escenarios del trasiego de visitantes,
curiosos, compradores… ¡Estaban todas cerradas! ¡Las persianas echadas!
No era solo eso. La calle, de
repente, se había vaciado. No había nadie. Ni un alma. En todo lo que mi vista
alcanzaba no vislumbré más movimiento que las palomas urbanas, que revoloteaban
o picoteaban aquí y allá.
Y tampoco fue eso todo. En la
calzada y en las calles adyacentes, habían desaparecido los coches. No
veía ni uno, ni en marcha ni aparcados... ¡Nada!
Tiré el periódico.
Solitaria, única, la villavesa
estaba detenida todavía en el semáforo. A través del ventanal trasero, menos
mal, advertí siluetas de viajeros sentados. Eché a correr, probé a alcanzarla.
¡Mala suerte! El semáforo, en ese
instante, cambió al verde. El autobús arrancó justo cuando estaba a punto de
alcanzarlo.
¡Grité!
En el ventanal trasero dos
pasajeros se volvieron a mirarme. Parecían sorprendidos de verme correr y
gritar. Me puse a hacer aspavientos. En aquel momento, cuando más esperaba una
respuesta, un frenazo, un mínimo auxilio, llegó el susto definitivo. Un
violento fragor acompañó la caída de una persiana opaca, muy oscura, idéntica a
la del periódico. Cerró la cristalera por completo.
Me derrumbé, de rodillas, vencido,
derrotado, gimiente. El autobús siguió su camino. Se alejó hasta desaparecer tras
la esquina de un edificio, en una curva.
Me eché a llorar allí mismo, tirado
en el suelo.
–¿Le ocurre algo? –escuché a mi
lado. Una mujer, caritativa, me miraba preocupada. Alrededor se habían detenido
algunos paseantes.
Me incorporé. Sacudí el polvo de
mis rodillas. El entorno urbano, las tiendas, los coches, las gentes, todo
parecía normal, como cualquier día.
–Disculpe. No, no me sucede nada.
Terminé de ponerme en pie y recuperé
la compostura. Retrocedí sobre mis pasos.
Pasé de nuevo junto a la papelera.
Asomaba en la rendija, doblado, el periódico que acababa de tirar. Me dio un
tembleque. Decidí apartar la vista y continuar andando.
2 comentarios:
Supongo que tendrá continuación. Si no, habrá que imaginarla o conformarse con este final.
Queda la tercera entrega. ¡Paciencia!
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