Cuando el cohete subió nada dijo. Cuando estalló siguió
ascendiendo. Cuando la gravedad se impuso volvió al mundo agarrado a su báculo
dorado. Cayó sobre una teja, encima de la casa escondida de la abuela Chapitela.
La teja recogió la mitra, el manto rojo rodeó la teja y la anciana
rezó un avemaría. Días que amanecieron con procesión de toros negros; noches
con vocación de soles luminosos.
En los adoquines se extendió un aroma a negrura sucia y
alpargatas vinosas. Un reguero de masas circulaba en potentes latidos por las
venas burbujeantes de la Pamplona vieja. Los latidos del aire eran de gritos,
de cantos, de añicos musicales y oxígenos revueltos.
Dormían, revivían, comían y corrían. Saltaban, bailaban y
gritaban.
Amén.
El santo, entre tanto, bendecía. El ritual continuó. Duró
para algunos ocho días y medio. Un ratico más lo alargaron los impenitentes. Muchos lo llevan dentro de un corazón. Eterno. Entero.
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