(Relato de ficción)
Alcanzada la adolescencia el gran proyecto secreto de Loren -nunca lo quiso confesar a nadie- era cultivar y exhibir un cuerpo digno de Adonis. Proyecto a muy largo plazo, así que a sus veintisiete ya cumplidos examinaba casi todas las mañanas el espejo mientras adoptaba estampas de un Narciso redivivo. No pensemos mal, no era un joven dado a la conquista, al ligue, a la exhibición de tableta y bíceps para atraer hembras a su alrededor. Tenía fama de ser un solitario.
- ¡Qué pena que sea tan mustio!
-¿Tan mustio, tan cardo, tan
callado…? –eran comentarios habituales entre chicas que lo conocían. Casi siempre,
en el ritual de la contemplación, encontraba algún pequeño defecto, ligeros
desajustes que, quizás, con un poco más de dedicación, podían corregirse. Con
frecuencia conminaba en voz alta a su reflejo: “Yo, Loren, he de dejar pálidos
a todos los efebos. Los superaré a todos.” Y tensando la figura añadía: “Lo
haré por goleada.”
Ramiro, compañero de entrenamiento, comentó un día la
aparición de aquellos dispositivos en forma de pulsera que a primera vista recordaban
un relojillo discreto y sin embargo estaban llenos de utilidades de control.
Nada más verlos, en el corazón de Loren se produjo un vuelco.
-¿Qué? Eso lo han fabricado para mí.
Quiero el mejor.
Se obsesionó. Consumió la tarde navegando digitalmente por
el río Amazon, absorto en la pantalla, embebido en el frenesí de datos, de
opiniones de usuarios, de puntuaciones, de utilidades… Quería adquirir ya, pero
el cerebro aconsejaba: Espera, espera. Aguarda dos días más y aparecerá alguna
sorpresa, algo que superará a lo que ya has visto.
Resistió veinticuatro horas, no más. El anuncio de una casa
le llevó a otra que acababa de presentar una pulsera ligeramente más ancha que
la media. Era más aparatosa, sí, pero… ¡Lo tenía absolutamente todo!
Diagnosticaba consumos de calorías, ingestas, aconsejaba ejercicios para cada situación,
calculaba el peso y sus ganancias y pérdidas. Por supuesto, tenía también lo
que las otras, recopilaba pasos, carreras, gasto y concentración de oxígeno en
sangre, tiempos, evolución del estado físico, estado del corazón y arterias
principales, sistemas musculares… Además, eso estaba muy bien, conectada por
Bluetooth al ordenador recopilaba los datos y elaboraba minuciosos informes
diarios, semanales, mensuales… Todo por el módico precio de 50 euros.
Dos días después Correos Express llamaba al portero
automático y aceleraba los latidos de Loren, quien como persona metódica que
era hizo lo que tenía por costumbre. Desembaló el aparato, lo dejó sobre la
mesa y buscó en el manual la sección en castellano.
Pasaba las páginas y se emocionaba. ¡Qué cantidad de cosas!
¡Cuánta novedad!
Bueno, llegó el momento del estreno. Cuando fue a colocarse
en la muñeca el artilugio advirtió que no llevaba la habitual correa con
hebilla. ¡No! Tenía un sistema más moderno. Las dos abrazaderas utilizaban un
novedoso sistema de enganche. Simplemente
-decía el manual- acérquelo a su muñeca por la zona abierta. Los
sensores de ambas partes medirán el diámetro de su muñeca y se abrazarán y ajustarán
de forma automática.
Estaba nervioso. Advertía que sus manos, incluso, eran presa
de ligeros temblores. De ahí, seguramente, el pinchazo que sintió en la piel
cuando los dos extremos se unieron y se cerraron. No se lo habría acercado
adecuadamente. Fue un dolorcillo insignificante, como un pellizco. Lo olvidó
enseguida. Había muchas más cosas que hacer. Se puso a repasar funciones, pulsaciones,
pasos, los tiempos de carrera, la oxigenación, la revisión de constantes… No
terminaba ahí la cosa. Instaló en el ordenador la aplicación complementaria y sincronizó
la pulsera. Pronto saturó la pantalla un aluvión de cifras que llegaban de
forma automática, resultado del análisis inicial de su cuerpo.
Volvió a comprobar todo y marchó a la habitación. Diez
minutos después asomó en el descansillo, vestido con sus prendas deportivas y…
Con la pulsera en la muñeca activó los sensores. Era la hora de la verdad.
La figura del corredor llamaba la atención a distancia, en
el parque, en los jardines del este y en el recorrido de circunvalación de la
ciudad. Exhibía un estilo muy propio. La melena, sujeta con elegancia por una
cinta alrededor de la frente, dejaba libre la longitud justa para secundar con
sus vaivenes la ondulación de sus zancadas. Las piernas lucían ese moreno
añejo, uniforme, que delataba bajo la piel una musculatura impecable. Los
brazos marcaban el ritmo y el rostro miraba hacia delante, con ligeras
desviaciones a ambos lados de forma alternativa. Hoy, día de estreno, también
se desviaban los ojos hacia su muñeca izquierda. Observaba y calculaba
mentalmente si lo que registraba la pequeña pantalla oscura correspondía a la
realidad. Sí, todo daba la impresión de ser correcto.
Por la noche, cuando en el bar Herrerías se reunió la
cuadrilla, Loren hizo mención de su reciente adquisición. Ander y Pitxu se la
pidieron para examinarla de cerca, pero Loren no recordaba cómo se desmontaba
para separarla del brazo. Les dijo que luego lo buscaría en el manual. Lo
tomaron como una excusa para no dejarles enredar y hubo de aguantar más de una
broma. Consumieron sus birras, hicieron unos cuantos chistes más y hablaron un buen
rato de otras cosas. Acabaron dándole un repaso al jefe de Pitxu, un cerdo con
dos patas que le encargaba todo el día trabajos estúpidos e inútiles, es decir,
todo aquello que al jefe no le apetecía hacer.
-Hombre, Pitxu, para eso te paga y es tu jefe. No se va a
quedar él con lo peor…
-Ya, pero luego presume de que formamos un gran equipo, que
compartimos… ¡Qué ostias vamos a compartir! Estaría más guapo si se callara la
boca.
-Oye, compra dos pulseras como la de Loren y le regalas una.
Así, cuando acabéis la jornada os podéis comparar -se le ocurrió comentar a
Ander.
-Pues no estaría mal. Pero que las pague él.
Loren callaba y sonreía.
La pulsera funcionaba. Seguramente fue origen, en los días
que siguieron, de un incremento de los tiempos de entrenamiento y de los
rendimientos. Se acercaba el verano y había que ir mirando ropa para las
vacaciones. Se estaban organizando para ir al sur, a las playas de Málaga. Este
año iban a ligar como nunca. Por supuesto, ese era el plan de Pitxu y Ander.
Para no quedar al margen estuvo mirando algunas revistas de estilo, formas originales
de corte de pelo, posibles teñidos…
Las cosas se empezaron a torcer el 1 de abril. Como todos
los días salió a correr. Antes de volver hizo una parada en el gimnasio para una
sesión de pesas y estiramientos, Entonces fue cuando empezó a notar extraños
dolores en los bíceps de ambos brazos. Sentía una pulsión que se repetía cada
pocos segundos, como si un impalpable anillo presionara sus músculos y, transcurrido
un rato, se relajara.
No le dio importancia. Carecía de sentido. El problema, sin embargo,
se hizo omnipresente al llegar la noche. Al poco de acostarse el dolor dejó de
ser intermitente y pasó a ser continuo y lacerante. Se extendía por todo el
brazo izquierdo, aunque había desaparecido del derecho.
-¿Tendré un amago de infarto? Dicen
que muchas veces es un síntoma previo.
Se levantó y tomó un Nolotil. Volvió a acostarse, pero no podía
pegar ojo. El dolor no cedía. Más preciso sería decir que subía y bajaba a lo
largo del brazo. Al levantarse pensó en acudir al médico. Sin embargo, un minuto
antes de desayunar, las malas sensaciones desaparecieron bruscamente y a Loren
le invadió la sensación de que todo había sido, simplemente, un mal sueño.
-Bueno. Parece que ha pasado.
No imaginaba que, al caer la tarde, el dolor volvería a
aparecer. Era idéntico, lo mismo, pero ahora se centraba en el brazo derecho.
Al llegar la noche, antes de acostarse, tomó otra pastilla. Pero no, ni aun así
podía dormir. El hueso del antebrazo daba la impresión de convertirse, conforme
avanzaba el tiempo, en algo parecido a una brasa interna. Ardía, quemaba. Había
ratos en que parecía corroer la carne de dentro afuera.
Se levantó, se metió en el baño y se miró en el espejo. No,
no había señal alguna de lo que advertía bajo la piel. Hizo unos cuantos
ejercicios, abrió y cerró los puños, probó a practicar unas cuantas flexiones.
Ningún problema. Volvió a la cama… El dolor no cedió. Por fin, después de unas
horas, el sueño lo invadió, aunque no por mucho rato.
Amaneció angustiado por las preocupaciones y decidió ir al
médico. Llamó por teléfono y le dieron cita para el día siguiente. Después
salió a correr. Mientras corría notaba los dolores, pero nada impedía ni ponía barreras
a sus movimientos.
Cuando entró en la consulta pensaba que el facultativo podía
echarse a reír. ¿Lo consideraría una fantasía? La tercera noche tampoco había
podido dormir más de hora y media. Esta vez los dolores habían desaparecido de
los brazos y habían martirizado sus muslos. No, el médico no se lo tomaba a
broma, aunque la expresión de su rostro denotaba sorpresa. Le hizo muchas,
muchas preguntas. No llegó a aventurar ningún diagnóstico. Estuvo examinando la
pantalla del ordenador y finalmente le concertó una cita para el neurólogo.
Tardaría diez días en recibirle.
¡Diez días! Si los dolores seguían organizando semejante
circo por el interior de su cuerpo podía prepararse para un florido calvario.
Así fue. Cada día los dolores sorprendían a Loren y saltaban de un punto a otro
del cuerpo. Y, por si fuera poco, todos eran dolores de distinto carácter. Dejaron
de aparecer por la noche. Ahora lo hacían en horas distintas. Tomaba
analgésicos, pero todo daba igual.
Aquella mañana de sábado, aprovechando que su organismo se
sentía relajado y parecía disfrutar de una tregua, tratando de olvidar todo lo
que venía sucediendo se sentó al ordenador. Estuvo distrayéndose un rato con su
juego favorito. Pronto se cansó. Barajó la posibilidad de ponerse a escribir.
Le pasaba más de una vez por la cabeza la idea de iniciar un diario para narrar
sus experiencias. Estaba a punto de hacerlo cuando recordó que hacía tiempo que
no echaba un vistazo al buzón del correo electrónico. Bien, lo de siempre,
notificaciones de Facebook, algo de spam, un mensaje de su amiga Narita, desde
Japón, un… ¿Qué era aquello?
Un mensaje dirigido a sí mismo por sí mismo, procedente de
su propia dirección de correo… No recordaba que en los últimos tiempos se
hubiera dedicado a hacer tonterías. Hacía años sí, lo había probado todo, y se
había llegado a enviar mensajes a su propia dirección para ver cuánto tardaban en recorrer la red y volver al punto de partida. Ya no,
eso eran niñerías… Entonces…
Estaba a punto de enviarlo a la carpeta de spam cuando se fijó
en el texto del asunto: “¡¡¡TE DUELE!!!”
-¡NO. No puede ser! ¿Qué significa
esto?
Pensó en correr el riesgo. No había archivos adjuntos. Aplicó,
no obstante, el revisor del antivirus y después lo abrió:
“Hola, Loren. Te tenemos controlado. Hemos tomado posesión de tu
organismo. Estamos regulando tu cuerpo y experimentando con él. Nos hemos
dedicado a provocar un pequeño rosario de sufrimientos. Esperamos que nos
creas, pero puede que necesites una
prueba. Así que aquí la tienes: Transcurridos dos minutos desde que has abierto
este mensaje vas a sentir un dolor muy agudo en los dedos índice y pulgar de la
mano izquierda. Vivirás la impresión de que las uñas están a punto de caerse.
Puedes contar el
tiempo y dejar de leer hasta que deje de dolerte. Solo serán 15 segundos,
exactamente 15 segundos.”
Había después unas líneas en blanco. Loren estaba
paralizado. Releyó dos veces el texto inicial y no pudo por menos que vigilar,
angustiado, el segundero del reloj.
Así fue. Sobrevino de repente. Como si mil agujas de
finísimo hielo se clavaran, todas a un tiempo, en la línea que separaba las
uñas de las yemas, aquellos dos dedos provocaron un grito de horror e
impotencia. Mientras se apretaba como podía la mano con el otro brazo, no sabía
qué hacer. Fueron unos segundos de absoluto descontrol. Se levantó, se puso a
dar vueltas por la habitación. No hacía otra cosa que emitir gritos de dolor y pegar
saltos de desesperación.
Quince segundos no resultan largos; todo volvió a la
normalidad. Un profundo alivio invadió su cuerpo. Respiró, respiró hondo. Angustiado,
volvió a mirar la pantalla. Había más texto. Estaba escrito más abajo, unas
líneas más abajo:
“Ya lo has comprobado,
¿no? Pues ahora atiende: Si no nos abonas 300 € en bitcoins al código rT2341Jpaswe9876i2a seguiremos martirizándote. ¡Ah! ¿Que no sabes cómo se hace un abono en
bitcoins? Pregúntale a papá Google. Mañana, si no has hecho el pago antes de
las 10:00 sufrirás un dolor agudo en el codo izquierdo que durará 6 minutos y
30 segundos. Ya sabes… La historia no terminará a menos que tú te lo tomes en
serio y abones lo estipulado.”
¿Qué hacer? ¿Qué hacer? Había oído tantas veces hablar de
este tipo de bandidos que pululaban por Internet… Siempre los relacionaban con
gente coaccionada que entraba a páginas pornográficas, que era grabada por su
propia cámara y después le sometían a chantajes rastreros, con… ¿Pero qué había
hecho él? Y sobre todo ¿cómo podían provocar estos dolores? O cómo sabían que
los sufría… ¿Y por qué le había tocado a él? ¿Qué había hecho?
Se estuvo rompiendo la cabeza largo rato. Repasaba hacia
atrás, día a día, todo lo que recordaba de meses anteriores. ¿En qué páginas
había entrado? ¿Quién podía haber usado su ordenador? Nadie. Vivía solo. Nadie
tenía acceso al aparato. ¿Y si lo habían captado a través de la red con algún
virus de esos, troyanos o como se llamaran…? ¿Para qué servía el antivirus al
que estaba suscrito? De cualquier manera, la policía presumía de tener práctica
en cazar a este tipo de gente. Aquello era un delito en toda regla, y él no
tenía nada que ocultar. Cogió el teléfono y marcó el 112. Explicó su intención
de denunciar un delito informático y le indicaron que esperara.
La agente que le atendió fue muy
amable, pero su explicación final le produjo una náusea existencial:
-Tiene usted toda la razón. Es un
delito, y si lo desea puede interponer una denuncia. Pase por aquí y le
facilitaremos los trámites. No obstante, le puedo anticipar el resultado.
Prácticamente todos estos procedimientos de envío de correos electrónicos
exigiendo pagos para salvarse de posibles daños en los ordenadores y demás
aparatos conectados a la red proceden de países que no reconocen la legislación
internacional, lo que permitiría solicitar la investigación y detención de los
culpables. Siento tener que admitirlo: su denuncia, en este momento, tiene
escasas posibilidades de prosperar.
-Ya. ¿Y qué puedo hacer?
-¿Ha abonado usted alguna cantidad?
-No, claro que no.
-Ni se le ocurra hacerlo. Si entra
en el juego las consecuencias puede ser nefastas.
Al día siguiente, a las 11 de la
mañana, después de aguantar como pudo un fuerte dolor en el codo, Loren acudió
a la comisaría y explicó su propósito de interponer la denuncia. Rellenó los
datos que le solicitaron y explicó las circunstancias. Cuando el agente que le
atendía leyó su relato no pudo retener una sonrisa:
-¿Dolores en el cuerpo?
-Sí, señor. Aunque le parezca
fantasía es todo absolutamente real.
-No lo había visto nunca. ¡Cómo
adelantan las tecnologías! ¿Tiene idea de cómo se los pueden transmitir? –su
expresión mostraba un escepticismo casi absoluto.
-Hasta ahora no, pero los estoy
sufriendo un día sí y otro también.
-¿A través de la wifi, del
Bluetooth, del móvil?
-¿Yo qué sé?
Loren salió más triste de lo que
había entrado. Sin embargo, al día siguiente, recibió un nuevo mensaje, semejante
al anterior. Esta vez le pedían 600 € -por retraso en el pago-. Anunciaba,
además, una lista de dolores para los próximos diez días. En primer lugar una
paralización de la rodilla derecha. Se produciría esa tarde, a las seis en
punto. Después, tres días después, pasaría la mañana con la sensación de que
dos cuernos de chivo habían crecido en sus sienes…
Antes de digerir semejante
contenido, recibió una llamada. Era la misma agente de policía que le había
atendido en su primer contacto. Se presentó como Arantxa. Le llamaba la
atención su caso y quería permiso para revisar, en su propio domicilio, las
instalaciones electrónicas.
-Sí, por supuesto. Mire, he recibido
otro mensaje…
Le explicó las circunstancias y
la agente prometió acudir un cuarto de hora antes de las seis. Quería estar
presente en caso de que la amenaza se hiciera realidad. En cuanto llegó le hizo
firmar una autorización para revisar el contenido del ordenador y las
instalaciones particulares. Después se sentaron al ordenador y empezaron a revisar
programas, gestión de navegadores y correos…
Faltaba un minuto para las seis. Lo habían acordado; Loren
se incorporó y se puso a caminar por la habitación. ¡No! ¡No falló el aviso! De
repente advirtió la rigidez en la pierna. Se sintió incapaz de mantener el paso
normal. Esta vez no dolía, menos mal, pero la rodilla no respondía. No
conseguía doblarla. Arantxa probó y comprobó que los músculos no podían controlar
la articulación.
-Descanse. No es necesario que siga
sufriendo. ¿Cuánto tiempo le decía el mensaje que duraría?
-Quince minutos.
-Bueno. Esperaremos.
A
los quince minutos, efectivamente, la rodilla volvió bruscamente a la
normalidad. Ni siquiera quedaron efectos remanentes. Loren probó a caminar y lo
hizo como siempre. Aquello pareció encender una luz en los ojos de la policía.
A lo largo de tres horas, sin concederse un solo descanso, estuvo probando y
anotando una ingente cantidad de datos, configuraciones, marcas, programas…
Después pidió a Loren el móvil. Analizó paso a paso sus aplicaciones, las
operaciones habituales… todo un examen detallado y concienzudo. De pronto, se
volvió hacia Loren y señaló su muñeca:
- Esa pulsera-reloj. ¿Desde cuándo
la utiliza?
Loren se quedó un instante
sorprendido. Después, en lugar de contestar, emitió un grito:
-¡¡Aahhh!! ¡La pulsera!
Su primera reacción fue tirar de
ella tratando de arrancársela. Después, tremendamente excitado, explicó la
adquisición, lo novedoso del aparato, la ilusión que había puesto en su
tecnología… No podía quitársela. La agente examinó las abrazaderas y se quedó,
también, sorprendida.
-¿Guarda el manual?
Loren buscó el manual en el cajón.
Estaba muy nervioso. Se lo pasó a la policía. No, no encontraron, por mucho que
buscaron, algún apartado que explicase cómo se desabrochaba la pulsera.
-¿Le importa que rompamos el
sistema?
-No, todo lo contrario. Estoy seguro
de que esta puñetera pulsera es el origen de mis males. Voy a buscar la caja de
herramientas.
Pronto regresó con alicates,
tijeras, destornillador, una sierra…
Lo intentaron durante una buena
media hora. Finalmente se vieron obligados a pedir a un vecino una cizalla, que
consiguieron aplicar con ciertas dificultades a la muñeca de Loren. Al fin las
hojas se cerraron sobre la presa. Las abrazaderas de la pulsera se rompieron.
Loren la cogió y, con un grito de
alivio y furor, estaba a punto de lanzarla contra la pared cuando el brazo previsor
de la agente detuvo su impulso.
-Quieto, Loren. Puede que hayamos
conseguido liberarte de tu problema, pero ese aparato nos puede venir bien para
ayudar a posibles víctimas como tú.
Examinaron a fondo el artilugio. Miraron,
sobre todo, las superficies internas. Acabaron admitiendo que lo mejor sería llevarlo
al laboratorio. La agente terminó de rellenar sus informes, de pedirle firmas a
Loren y de rogarle que, al día siguiente, volviera a pasar por comisaría para
hablar del procedimiento.
Esa noche durmió como hacía mucho
tiempo no dormía. Una sonrisa beatífica invadía su rostro. Al día siguiente
acudió a comisaría, donde le interrogaron a fondo y le pidieron todos los datos
del sistema de compra de la pulserita.
¡Increíble! ¡A qué velocidad corren las noticias en este mundo de hoy! Por la tarde, en la prensa
digital, ya encontró Loren una referencia al caso. Se enfadó. Pero bueno, nadie
mencionaba nombres ni lugares.
Antes de echarse a la cama volvió a
mirar el correo. Había un nuevo mensaje. De nuevo le recordaban la “obligación”
del pago. Loren, ahora, se permitió una carcajada. Respiró hondo, se miró al
espejo y se relajó mientras admiraba su musculatura.
Apagó la luz y se volvió de costado.
El brazo apoyado en la almohada, relajado, ya no exhibía marca alguna de su
vieja pulsera torturadora. Se rindió al sueño de los justos.
Bajo la piel de la muñeca,
ejecutando su programación, el microchip, oculto, llevaba asociadas a su reloj interno complejas instrucciones
para estimular una nueva sensación. Dos enormes cuernos de chivo empezaban a buscar
su lugar virtual en las sienes del durmiente. Todavía faltaban seis horas para
activar la operación.